Una flor, una vida
Era aún demasiado pequeña
para saber lo que significaba autismo, pero decían que ella lo tenía, y uno
raro además, de esos que hacían que los que la examinaban no supieran muy bien
que decir.
Pero cosas como esa ya no le
preocupaban. Desde que había empezado la guerra todos se habían puesto muy
tristes en el orfanato, lloraban y suplicaban.
Lloraron y suplicaron más cuando un grupo
de hombres apareció un día, no eran soldados, e hicieron lo que quisieron. Y
ella, aunque aterrada, no pudo llorar, ni supo suplicar.
Ya no volvió a ver a las niñas que solía
mirar desde lejos cuando jugaban en el patio, ni a las cuidadoras que se
esforzaban por sacarle una sonrisa, o a los doctores que le hacían preguntas y
anotaban en sus cuadernos. Ahora solo estaba la habitación fría y el grillete
en su cuello que la tenía encadenada a la pared, donde ni siquiera podía
acercarse la ventana tapiada para ver entre las tablas de madera lo que había allá
afuera, tal vez un campo de flores.
Lo que más extrañaba eran las
flores, una esquina del patio del orfanato se llenaba de flores en primavera y
a ella le gustaba ir sola, acostarse entre ellas y escucharlas, sentir como la
acariciaban y le hacían recordar momentos felices con su aroma. Esas flores se
habían convertido en su memoria más atesorada, el único lugar en el cual
refugiarse cuando estaba desconsolada.
La vendieron a un hombre que la encerró en
esa habitación, era un lugar sucio, pero entre la basura amontonada en un
rincón encontró una pequeña flor de plástico, similar a las que crecían en el
orfanato. Ella la adoptó como su talismán, su objeto más querido, al cual podía
contemplar y perderse en sus dulces memorias, sobre todo después de que recibía
visitas de aquel hombre que no la dejaba salir.
Un día otro hombre apareció, ella estaba
dormida y no lo escuchó entrar. Tenía ropa oscura, un rostro muy pálido, casi
blanco, y una sonrisa enorme en la cara, enseñando todos los dientes.
- Hola pequeña – le saludó el
hombre, su voz era seria aunque la sonrisa seguía ahí – dime ¿Qué haces aquí?
Ella no le contestó, pero esa
pregunta le hizo recordar muchas cosas malas, mucho miedo y dolor. Sus ojos se
humedecieron.
- Ah…. ¿No te gusta este lugar?
– volvió a preguntar, y miró a su alrededor, como si hasta el momento no
hubiera sabido donde estaba.
Ella negó con la cabeza con
fuerza.
- Yo te puedo ayudar, dulce
niña – el hombre de gran sonrisa y ropa negra bajó hasta estar a su altura, hincando
una rodilla en el suelo – pero no puedo hacerlo sin recibir nada a cambio.
Ella se limpió las lágrimas
con sus pequeñas manos sucias, y se le quedó mirando, con el rostro
inexpresivo.
- Sabes lo que quiero,
pequeña, dámelo, y esta pesadilla terminará – le prometió, siempre con la
sonrisa sobre su rostro blanco.
Sabía que quería que le
diera, lo sentía, pero no quería sufrir a un más, ya había perdido mucho. Pero
él le había prometido que todo terminaría si lo hacía.
Ella aflojó el lazo de la
falda del harapiento vestido que llevaba puesto. Y de ahí sacó la flor de
plástico.
Dudó por un momento, y se la entregó.
El hombre suspiró, un suspiro extraño,
parecía conmovido aunque nada en su rostro lo indicara. Sostuvo la flor con
delicadeza y esta se iluminó con un ligero resplandor.
- De verdad puedes ver lo que otros no.
Esto es justo lo que quería.
Entonces se marchó, dejando la habitación
sin que ella lo viera partir.
Dos días después fue encontrada por una
familia de que huía hacia la frontera, cuando la liberaron y se la
llevaron, vio al hombre que la había encerrado. Estaba sentado en su sillón con la
mano sobre el pecho, su piel era gris y pétrea, sin vida, casi como la cara de
ese hombre sonriente de negro.
Créditos al autor de la imagen al que no conozco.
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