jueves, 20 de septiembre de 2018



Una flor, una vida


Era aún demasiado pequeña para saber lo que significaba autismo, pero decían que ella lo tenía, y uno raro además, de esos que hacían que los que la examinaban no supieran muy bien que decir.
     Pero cosas como esa ya no le preocupaban. Desde que había empezado la guerra todos se habían puesto muy tristes en el orfanato, lloraban y suplicaban.     
     Lloraron y suplicaron más cuando un grupo de hombres apareció un día, no eran soldados, e hicieron lo que quisieron. Y ella, aunque aterrada, no pudo llorar, ni supo suplicar.
     Ya no volvió a ver a las niñas que solía mirar desde lejos cuando jugaban en el patio, ni a las cuidadoras que se esforzaban por sacarle una sonrisa, o a los doctores que le hacían preguntas y anotaban en sus cuadernos. Ahora solo estaba la habitación fría y el grillete en su cuello que la tenía encadenada a la pared, donde ni siquiera podía acercarse la ventana tapiada para ver entre las tablas de madera lo que había allá afuera, tal vez un campo de flores.
Lo que más extrañaba eran las flores, una esquina del patio del orfanato se llenaba de flores en primavera y a ella le gustaba ir sola, acostarse entre ellas y escucharlas, sentir como la acariciaban y le hacían recordar momentos felices con su aroma. Esas flores se habían convertido en su memoria más atesorada, el único lugar en el cual refugiarse cuando estaba desconsolada.
     La vendieron a un hombre que la encerró en esa habitación, era un lugar sucio, pero entre la basura amontonada en un rincón encontró una pequeña flor de plástico, similar a las que crecían en el orfanato. Ella la adoptó como su talismán, su objeto más querido, al cual podía contemplar y perderse en sus dulces memorias, sobre todo después de que recibía visitas de aquel hombre que no la dejaba salir.
     Un día otro hombre apareció, ella estaba dormida y no lo escuchó entrar. Tenía ropa oscura, un rostro muy pálido, casi blanco, y una sonrisa enorme en la cara, enseñando todos los dientes.
- Hola pequeña – le saludó el hombre, su voz era seria aunque la sonrisa seguía ahí – dime ¿Qué haces aquí?
Ella no le contestó, pero esa pregunta le hizo recordar muchas cosas malas, mucho miedo y dolor. Sus ojos se humedecieron.
- Ah…. ¿No te gusta este lugar? – volvió a preguntar, y miró a su alrededor, como si hasta el momento no hubiera sabido donde estaba.
Ella negó con la cabeza con fuerza.
- Yo te puedo ayudar, dulce niña – el hombre de gran sonrisa y ropa negra bajó hasta estar a su altura, hincando una rodilla en el suelo – pero no puedo hacerlo sin recibir nada a cambio.
Ella se limpió las lágrimas con sus pequeñas manos sucias, y se le quedó mirando, con el rostro inexpresivo.
- Sabes lo que quiero, pequeña, dámelo, y esta pesadilla terminará – le prometió, siempre con la sonrisa sobre su rostro blanco.
Sabía que quería que le diera, lo sentía, pero no quería sufrir a un más, ya había perdido mucho. Pero él le había prometido que todo terminaría si lo hacía.
Ella aflojó el lazo de la falda del harapiento vestido que llevaba puesto. Y de ahí sacó la flor de plástico.
     Dudó por un momento, y se la entregó.
     El hombre suspiró, un suspiro extraño, parecía conmovido aunque nada en su rostro lo indicara. Sostuvo la flor con delicadeza y esta se iluminó con un ligero resplandor.
     - De verdad puedes ver lo que otros no. Esto es justo lo que quería.
     Entonces se marchó, dejando la habitación sin que ella lo viera partir.

     Dos días después fue encontrada por una familia de que huía hacia la frontera, cuando la liberaron y se la llevaron, vio al hombre que la había encerrado. Estaba sentado en su sillón con la mano sobre el pecho, su piel era gris y pétrea, sin vida, casi como la cara de ese hombre sonriente de negro.



Créditos al autor de la imagen al que no conozco.

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